Confieso que, mientras la echaban en La 2, nunca me llamó la atención A dos metros bajo tierra. Sólo vi una escena y nada más. Pero desde que me he enganchado al mundo seriéfilo, y tras constatar que no puedo seguir sin ver las grandes series de las que todos hablan (Los Soprano, The Wire, Mad Men o la serie que nos ocupa), he decidido ponerme las pilas y empezar por una de ellas al azar. Y el "azar" no se ha equivocado.
En A dos metros bajo tierra nos encontramos en el difícil terreno de la muerte, en el de la relación directa, profesional y personal con la muerte. Todo un reto hacer frente a uno de los mayores tabúes de la sociedad actual. Y Alan Ball lo consigue sin caer en dramatismos o efectismos fáciles. El humor negro rebosa por todas partes en unos guiones y diálogos impecables a los que se saca todo el jugo posible.
Desde el primer capítulo y desde la primera escena, que todavía recuerdo, te atrapa irremediablemente. Terminé el primer capítulo y pensé "¿cómo he podido estar tanto tiempo sin ver esta serie?" En pocos meses he llegado al final, uno de los finales más comentados (si no lo habéis visto y queréis ver la serie, no pinchéis a continuación; para los que sí, sirva de recuerdo).
Pero además de los guiones y los diálogos, los personajes son la base de la serie: perdidos, con una curiosa tendencia a la autodestrucción, sin saber a dónde ir ni cuál es el camino, atormentados por el pasado, el presente y, sobre todo, el futuro. Y todo ello dedicándose al mundo funerario y viviendo en una funeraria. Difícil escapar de algo así.
Sé que volveré a ver esta serie, que me reencontraré con los Fisher, con Nate, David, Claire, Ruth, con Brenda, Keith, Rico y compañía. Y que volveré a disfrutar como esta vez. A verme reflejada en sus inquietudes, en sus temores, en sus incertidumbres. Y volver a sentir cómo los pelos se me ponen de punta cuando escuche en el último capítulo su cabecera: