Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero al luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si quieremos utilizar la expresión común.Así empieza Ensayo sobre la ceguera, el libro que más me ha impactado en mi vida y el que siempre nombro como libro preferido (después de El Quijote, por supuesto). Saramago nos dijo adiós ayer. Todavía tengo en la estantería Caín, su último libro, esperando turno para ser devorado, como ha ocurrido con el resto de libros de Saramago que he leído.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado...
La vida del Nobel portugués se ha extinguido, pero su obra nos quedará para siempre.