(Aviso: posibles espoilers)
Me sentía como un bicho raro cada vez que alguien hablaba de Los Soprano. Ahora ya he terminado la serie que tantas veces se menciona como una de las mejores de la historia. Y ahora puedo opinar.
Tiene sus momentos, aunque no me ha llegado a enganchar hasta bien avanzada la serie. Empiezas a empatizar con Tony, ese jefe de la familia de la mafia de Nueva Jersey que tiene que acudir a una psicóloga para ayudarle a dominar sus ataques de pánico y cuya familia de sangre le da más problemas que la otra familia.
Y empiezan a caerte bien otros personajes. Deseas que Carmela le dé un par de voces bien dadas y te entran ganas de aplaudir cuando lo hace. Le darías un par de tortas a Chris cuando ves cómo se va hundiendo en las drogas y el alcohol. Odias a rabiar a un tal Ralph que llega de repente y se va más tarde de lo que era deseable. Contines la respiración con cada personaje principal que se va quedando en el camino, mientras se te queda la mirada clavada en la pantalla viendo ese tiroteo o esa paliza que se los lleva por delante.
Y terminas teniendo tus personajes favoritos. Los míos, Chris y Carmela. Y sí, en los últimos capítulos, sufro, porque se acaba y por cómo acaba. Y porque sabía que tenía que acabar así. Solo podía acabar así. No esperaba más. Ni menos. El final que merecía, sin más. Así es Tony: actúa sin contemplaciones, sin importar lo que piensen los demás. Piensa lo que quieras, tú eliges.